Sesión Especial del día jueves 24 de noviembre de 2004
Discurso del ciudadano Gabriel Jiménez Emán, Orador de Orden.
CIUDADANO JIMÉNEZ EMÁN (GABRIEL).– (Desde la Tribuna de Oradores). Ciudadano diputado Ricardo Gutiérrez, Primer Vicepresidente de la Asamblea Nacional de la República Bolivariana de Venezuela; ciudadana diputada Noelí Pocaterra, Segunda Vicepresidenta de la Asamblea Nacional; familiares del extinto filósofo y poeta Ludovico Silva; ciudadanos diputados y diputadas a la Asamblea Nacional; ciudadanos representantes de fundaciones culturales del país; escritores y poetas que hoy nos honran con su presencia; distinguidas personalidades especialmente invitadas a este acto; señores representantes de los medios de comunicación;
Señoras, señores:
Si hoy he decidido venir a este auditorio a decir unas palabras, ha sido, primero, por un acto de amistad, y luego para poner de relieve el profundo significado que encierra la cultura, cuando se concentra en la conciencia de un hombre lúcido que a su vez interpreta la conciencia de muchos hombres.
Dicho esto, me remito a lo primero, a la amistad del médico y luchador social Eddy Gómez, hombre afecto a la cultura, a la sensibilidad poética y al buen decir, que ha propuesto este homenaje a uno de nuestros más preclaros pensadores y poetas.
Me parece que la Asamblea Nacional adquiere un brillo diferente cuando pronunciamos aquí, en su seno, el nombre de Ludovico Silva, y cuando ésta aprueba una nueva edición de su libro El estilo literario de Marx; también, por supuesto, la amistad que me une a los familiares de Ludovico Silva, a su esposa y a sus hijos, y también a la amistad que tuve la suerte de mantener con él.
Me parece oportuno destacar aquí la cita que encabeza el pequeño afiche que anuncia este acto, y dice así: En lugar de repetir o parafrasear a los grandes filósofos, de lo que se trata es de transformarlos, superarlos, para adecuarlos a las nuevas realidades sociales; es decir, que los filósofos no son unos señores que dicen cosas abstractas, abstrusas y comprensibles sólo para unos pocos elegidos, sino que los filósofos pueden ser útiles para comprender la vida social y alumbrar los enigmas individuales. Es decir, la filosofía nos ayuda a mejorar la vida cotidiana, la convivencia, a ser seres éticos, cargados de sensibilidad y esperanza.
La segunda razón es que sin cultura y sin poesía, no pueden existir cambios profundos en el ser humano y tampoco en ninguna sociedad. Estoy aquí, en cierto modo, ejerciendo mi esperanza de hombre de letras que quizás pudiera ver cumplidos los sueños de un país educado, un país decente, un país culto y un país justo. Un país lleno de sueños fértiles alumbrados por la poesía. No crean ustedes que la poesía se reduce a los bellos versos o a las palabras elocuentes. No. La poesía es la voz que nos habla desde el fondo de nosotros mismos para decirnos que podemos ser más nobles y más dignos cuando actuamos en el mundo. La poesía es algo así como la gran madre de nuestro espíritu, la que engendra mejores deseos y voluntades para nuestros semejantes, para nuestro país, para nuestros hijos, para los amigos que nos esperan para darnos un poco más de felicidad. La poesía es la esencia que incendia secretamente nuestras almas. Ludovico Silva, poeta, ensayista, humanista, ha impregnado también nuestras almas en este mismo sentido.
Hablaré en esta primera parte del poeta como ensayista. Cuando intento acercarme a la figura de Ludovico Silva ocurre en mí un fenómeno ambivalente, una especie de doble enfoque donde operan imágenes simultáneas del afecto y del intelecto. Vista de este último punto su figura va creciendo e imponiéndose como la del humanista íntegro, la del hombre que se fraguó desde siempre en las lides del pensamiento. Sólido conocedor de las ideas que dominan el mundo contemporáneo, este mundo le sirvió básicamente para meditar sobre la naturaleza de la cultura, sobre la esencia misma del fenómeno cultural en todas sus variantes implícitas y de todos sus riesgos, allí donde el universo conceptual parece regenerarse indefinidamente. Pero Ludovico no era un obsedido de lo contemporáneo por lo contemporáneo, no hizo de la modernidad un fetiche, ni se consagró a especular, como lo hacen otros filósofos hoy, sobre lo actual nada más; como si lo actual tuviese siempre que ser joven, como si no tuviese padre ni madre o hubiese surgido por generación espontánea.
Ludovico se consagró en cierto modo a investigar en las raíces de lo moderno, a escarbar en el origen mismo de los fenómenos sociales y estéticos, a hurgar en el pensamiento clásico hasta dar con algunas pistas teóricas a las que siempre fue fiel: pasión por las ideas prístinas del mundo griego; el marxismo como método para desmontar gran parte de los mecanismos viciados que imperan en el orden capitalista. Todo ello sin dejar de realizar una crítica de muchas desviaciones marxistas, véase el Antimanual para uso de marxistas, marxólogos y marcianos, de 1975, que tiene un título humorístico ya de por sí, sobre todo en lo que atañe al concepto de ideología, concepto que fustigó hasta el final, desde Teoría y Práctica de la Ideología, en 1971, hasta Teoría de la Ideología, en el año 80 y el Concepto de Alienación trabajado en la alienación como sistema, en 1983. No creo que exista en este terreno nada más completo, una lección tan auténtica de solidez conceptual contrapuesta a esa vociferación tendenciosa, que nos habla sobre el fin del marxismo y el fin de la historia.
Indagando en las raíces del pensamiento grecolatino, Ludovico Silva pudo asociarlo a lo que él llamó humanismo marxista y también a los fenómenos contraculturales que aparecieron en la década de los años 60, los cuales tendrían sus raíces en las actitudes de los poetas malditos como Rimbaud, Baudelaire o Blok a la cabeza. Nada para él nace de la noche a la mañana, todo posee una raíz histórica y obedece a cambios dialécticos dentro de esa historia. Ludovico examina más bien la historia de las ideas y sin hacer historiografía ni trazar panorámicas, busca en ellas alianzas que rebasan la óptica analítica de las ciencias sociales para ir en la búsqueda del terreno estético y, sobre todo, de la poesía, y es precisamente este vínculo con lo poético a lo que quiero referirme porque Ludovico comenzó a escribir sobre poesía en los periódicos. En El Nacional, principalmente, anotó sus primeras impresiones sobre los poetas venezolanos. Poeta él mismo se había iniciado en la escritura con Tenebra en el año 1964, libro inadvertido en nuestro panorama poético, boom en el año 1965. No publicó más poesía, hasta In Vino Veritas en el año 1977. De allí en adelante decide publicar otros libros como Piedras y Campanas, Cuaderno de la Noche, La Soledad de Orfeo, Cadáveres de Circunstancias, sin dejar de ofrecer por este tiempo, algunos de sus mejores ensayos sobre estética y literatura, como ese extraordinario libro que se llama Belleza y Revolución, humanismo clásico y humanismo bracista del año 1983 y finalmente el que considero la obra más representativa del modo libre de ensayar de nuestro autor, se trata de Filosofía de la Ociosidad, en el año 1987, donde deja bien asentada su voluntad de transgredir la metodología objetiva y lógica, y opta por los recursos del fragmento, por la crónica siempre matizada con anotaciones eruditas, citas, glosas, comentarios entre líneas y mucho humor, siempre un humor muy sabroso.
Llegado a este punto se produce una circunstancia que suele convertirse en norma cuando los ensayos y la obra teórica se imponen cuantitativamente a la hora de creación y no es la crítica, cuando es reveladora un acto de creación también, me pregunto, y terminan por opacarla. En el caso de Ludovico es muy sencillo advertir cómo el poeta casi desaparece para dar paso al ensayista, lo cual no deja de ser una suerte de sombra para el propio poeta. No es difícil constatarlo en el caso de Octavio Paz, cómo el público para no tomarse la molestia de leer al poeta –por ejemplo– simplifica las cosas diciendo cosas como: “Como poeta no me convence, él es sobre todo ensayista”, también se decía eso de Ludovico: “Él no es muy buen poeta, él es ensayista”. Prefieren quedarse con una imagen unilateral del escritor.
Con Ludovico ocurre otro tanto. Su obra poética no ha merecido hasta ahora un estudio orgánico, por supuesto no todos sus libros alcanzan plenos niveles de expresión. Esta pasión por la poesía le viene a Ludovico de un profundo conocimiento del mundo clásico, un mundo donde el orden intelectual, el sensible y el político están íntimamente unidos y donde no existía esa división entre los orbes humanos que hoy llamamos las especialidades, en la que cada quien conoce de lo suyo y no quiere siquiera asomarse al campo del otro. Luego Ludovico pasa de la crítica periodística al ensayo extenso sobre poesía, cuando aborda a la mayoría de los autores que aparecen en un libro muy hermoso, que se llama la Torre de los Ángeles. Allí habla sobre Alfredo Silva Estrada, Vicente Gerbasi. De ahí me gusta ante todo el estilo suelto de Ludovico, la manera que el escritor utiliza para irnos introduciendo en los distintos ámbitos, en un ejercicio muy diestro de frescura y erudición, una mezcla hermosa de lo erudito fresco; no se nota ese saber autoritario que tienen muchas personas para hablar de poesía; no desea demostrar nada ni hacer tesis, ni análisis estructurales, ni semióticos, ni sociológicos, ideológicos o textualistas, aunque el autor posee todos los recursos para llevarlos a cabo.
Ludovico no permite que su cultura enturbie el discurso interpretativo, no se alza con una sola idea, ni está obsedido con una sola ideología preexistente, no está interesado en preparar al lector para hacerlo partícipe de un sentimiento particularizado. El yo de Ludovico es ilusorio, se reafirma como invitación y no ejerce nunca el argumento de autoridad, esa fórmula suficiente del paternalismo intelectual. Por lo contrario, el yo del ensayista se siembra en una duda enriquecedora que poco a poco va encontrando en su camino ciertas claves, y de la mano de ellas nos va familiarizando, discreta y sutilmente, con el mundo de cada poeta; esa es como él mismo lo dice: Obra con amor intelectualis, un fervor que se traduce en un marco amplio de referencias universales al que suele hacernos acceder a través de uno de los recursos mejor empleados por el ensayista: el arte de la cita. En Ludovico observamos siempre eso, una destreza para citar sin asfixiar al lector con citas ajenas, sino al contrario: siempre es una cosa oportuna. Sin abrumarnos, sin demostrarnos cuánto sabe, el poeta se vale de sus citas en idiomas originales, tratando siempre de acercarnos al regusto por las lenguas, la sonoridad y belleza propias de cada idioma. “Siempre me ha gustado escribir sobre temas universales”, dice Ludovico, pero agrega: “Pero los años y la experiencia intelectual me han hecho aprender lo que tarde o temprano termina por averiguar todo creador, a saber: que la puerta hacia lo universal es una puerta muy particular y muy concreta. En el presente caso, los poetas venezolanos me han servido para elevarme a reflexiones que atañen a todos los poetas del mundo.”
Esto es muy hermoso porque todavía hay gente por allí que dice: No, la poesía venezolana no es muy buena; que le faltan muchos poetas; no es tan buena como la francesa, o la italiana, o la norteamericana. Aquí tenemos poetas de calidad. Tomaría de Ludovico el verbo elevarse para definirlo a él. Un verdadero artista es alguien que siempre está intentando un estado de elevación, deseando acercarse a los estadios sublimes de lo real, tanto a su parte visible como a su parte invisible, intentando hacer ver que los aspectos sensiblemente hermosos son tan importantes como los mórbidos o negativos, que la belleza se halla escondida entre los pliegues de lo humano.
Este amor intelectual de Ludovico implica también un acto de discreción que viene a ser uno de los rasgos distintivos de todo discurso que se precie de auténticamente crítico. Hay gente que cree –por ejemplo– que la crítica sólo se ejerce con el cerebro. Hay que tener amor también para ejercer la crítica, dice esta vez el poeta: “Toca a los lectores dictaminar si en estas páginas hay algo de eso que ambiguamente se llama crítica literaria. Personalmente no creo que haya muchos –dice él–, yo no hago crítica filológica, sino que trato de evocar mundos poéticos empleando en ocasiones el arma de los propios poetas.” Es decir, acercarse a la poesía con poesía. Sinceramente creo que Ludovico lo logra. Alcanza fertilizar la palabra de los otros poetas con la suya. Y en el ensayista como poeta, es el proceso inverso: el ensayista como poeta.
Existen dos tallos de fecundidad germinativa en ese árbol literario de Ludovico Silva. Uno se dirige hacia el espacio de comprensión del hombre, en tanto ser social; el otro hacia el interior de un planeta desconocido, que es como si el árbol buscara su propia raíz en los meandros de sus sueños, con una desesperada ilusión trascendente, situada más allá de lo visible, y al mismo tiempo Ludovico desearía que su ilusión se cumpliera aquí en la tierra, quisiera ver a los hombres ocupando un lugar de dignidad y esto sería posible rescatando su fuerza de trabajo y observando su poder real, mirando objetivamente los fenómenos sociales y analizándolos a la luz del humanismo. El humanismo de Ludovico Silva es de índole marxista, pero su terreno se halla abonado de un profundo conocimiento del humanismo clásico, pues ha sabido hacer convivir el anhelo de la perfección clásica con el análisis de las ideologías en el intento de encontrar claves rigurosas, muy alejadas del idealismo y mejor dirigidas a encontrar a un hombre íntegro, integral, capaz de forjar un ser en equilibrio con su entorno y a la vez capaz de evaluar su propia soledad, porque eso era Ludovico: un hombre solo; quiero decir, un hombre no socialmente solo, un hombre del ser.
Al fin y al cabo la sociedad podría ser una suma de soledades armónicas y no ese conjunto de soledades sin norte ni refugio, a donde parecen conducirnos las urbes modernas. En tal sentido, la naturaleza cognoscitiva de Ludovico es la del auténtico ensayista, pues asimila su acontecer personal al colectivo en un acto que podríamos llamar de compromiso planetario, de esencia poética, el cual absorbe el legado de la historia estética para incorporarlo a la reflexión sobre la ciencia, la filosofía y la literatura. Este compromiso, esto es muy importante, un hombre comprometido involucra al hombre en su propia forma de tal modo y con tanta intensidad, que no vacilaría en señalar a Ludovico Silva como el primer prosista de nuestra modernidad al lado de Mariano Picón Salas. Tal es su fluidez, precisión y elegancia en el artículo periodístico, la crónica cotidiana o el estudio compacto del tratado. Ludovico nos muestra que siempre tiene algo nuevo por decir; se mantiene en un faro desde donde vigila los distintos destellos que le son enviados desde los otros océanos y en este sentido su obra es extensa y conocida.
El otro tallo de este fértil crecimiento ha producido ciertas hojas, los poemas, la savia de las ramas y el jugo de los frutos, le han donado los elementos para la fabricación y un excelente vino de espíritu. La presencia del licor ha sido una constante en la poemática de Ludovico Silva y como en el mito griego de Dionisio, le ha servido para transportarlo a las zonas del delirio místico. Ese ceremonial nocturno celebrado bajo el signo de la embriaguez y de las carreras orgiásticas a través de los bosques, se ha transfigurado en la poética de Ludovico en ritual doloroso por medio del cual busca penetrar una especie de tiniebla personal. Tenebra, Cuaderno de la Noche, In Vino Veritas, tres de sus libros capitales anuncian ya este espacio desde una perspectiva específica de alquimia verbal, la de lograr un equilibrio áurico en la cadencia del verso, presente de un modo orgánico en su libro Piedras y Campanas, en donde los objetos aspiran a convertirse en gemas simbólicas y los sonidos en canciones dramáticas.
El continuo andar de Ludovico en medio de esta sombra le ha deparado a la poesía venezolana una de las obras más fieles a sus enigmas primordiales, el de ir dibujando un yo afantasmado que va buscando sus perfiles en los ambiguos espejos órficos o en los misterios paganos. Ópera Poética, su obra reunida de 1988, nos constata esa fidelidad y nos permite detenernos en los intersticios de un verbo que, mientras recorre los vaivenes de un ánima reconcentrada y una conciencia dividida, también nos permite observar con cuánta voluptuosidad se ha efectuado el camino y cuáles son los signos vitales de su razón de ser.
En la parte del humanista debo decir que uno de mis orgullos vitales es el de pertenecer con carácter vitalicio al “Club de Admiradores de Ludovico Silva”, y ahora a la fundación que lleva su nombre. Cuando yo era un muchacho de 20 años y esto es más que todo una crónica hacia mi vida con él, veía sus trabajos en la prensa, leía sus artículos y sus poemas en periódicos y revistas, y me formaba una idea grandiosa de este escritor; lo veía como un titán, como una especie de gigante que podía hablar con propiedad de cualquier cosa. Un día leí un trabajo suyo sobre poesía y otro día un trabajo sobre el marxismo–ideología, escuchaba sus programas de radio o de diversas opiniones suyas, entrevistas que le hacían con lo cual su figura crecía.
Sus libros eran leídos y discutidos por cientos de estudiantes y profesores en universidades y cafés de todo el país, cuando en Venezuela existía lo que pudiéramos llamar una vida humanística, como se habrá advertido, esta última referencia posee cierto tinte nostálgico y me indica que debo realizar aquí precisamente eso, la remembranza de quien considero quizá nuestro último humanista. Afirmo que Ludovico Silva es el último de los humanistas venezolanos, justamente porque él es quien reúne las condiciones más completas para merecer tal título, pensador, poeta, filósofo, ensayista, crítico, erudito, intelectual, historiador, cronista, traductor, editor, profesor y por si fuera poco bohemio de alto rango. En todas estas facetas Ludovico aportaba algo significativo, lo asombroso es que las desempeñaba todas de una manera cabal. Debo mi primer estímulo real como escritor a un artículo de Ludovico Silva sobre mi libro Los Dientes de Raquel, publicado un domingo del año 1973, en el papel literario de El Nacional. Ese trabajo me comprometió, me hizo tomar conciencia de oficio, a partir de allí o me decidía a continuar escribiendo o no lo hacía, me conformaba con ser el autor de un solo libro de fiebre juvenil para luego tratar de adaptarme a ciertas reglas de sobre vivencia. No quería convertirme yo –precisamente– en un sobreviviente más de la hecatombe capitalista ni un triunfador social, en medio de gente infeliz. Siempre he sostenido que no se puede ser feliz en medio de gente infeliz. Lo menos que deseaba era ser un profesional elegante quería más bien ser un escritor irreverente, viajar, conocer mundo, leer, escribir más, tener aventuras con bellas mujeres en países lejanos o estallar de alegría frente al mar, confundirme entre la gente para oír, charlar y llevar todo aquello al papel, lo cual era justamente lo que había hecho Ludovico Silva. Él además había estudiado lenguas antiguas modernas en universidades de Alemania y España y visitaba otras ciudades llenas de historias asombrosas. Para colmo, Ludovico era bien parecido un rompecorazones fuerte y bien plantado, no tenía pelos en la lengua para decirle a sus adversarios por dónde iba la cosa. Tenía una capacidad especial para absorber conocimientos, para extraer lo esencial de las obras, para analizar textos y apreciar en ellos su hueso estético o su hueso filosófico, glosaba ideas con una facilidad enorme, podía abordar en ensayos breves o extensos cualquier tópico o autor de la literatura con una claridad que nos dejaba pasmados. Ya sabemos que esa facilidad no es tal, que se llama talento o genio, y es producto de la lucidez unida a la pasión perseverante. Ella es capaz, cuando se enciende con la llama de la claridad de pensamiento, de producir esos frutos extraordinarios.
Una de las grandes felicidades de mi vida fue haber conocido un día a Ludovico Silva y de ser su amigo. Ocurrió en un restaurante de Sabana Grande aquí en Caracas, me hallaba yo acodado a una barra y de pronto alguien me espetó “¿Tú eres Jiménez Germán, verdad?”, sí le dije yo y ¿Tú eres Ludovico?, Comenzamos a tomar copas y él me invitó luego a su casa, a oír música y a conocer su familia, seguí frecuentándolos hasta un punto, en que hice de aquella familia un afecto completo, sus hijos, su mujer, los vecinos y hasta el loro de aquella casa se hicieron mis amigos. Allí acudíamos varios poetas en tropel a terminar con el contenido de su nevera o de su cava. En una época en que no dudo en percibir como una de las más brillantes que haya vivido, no fue brillante esa época porque haya sido históricamente mejor que la actual, no, sino porque las cosas que hacíamos tenían como más sentido, más brillo o más esperanza.
Ludovico era un hombre callado con sonrisa de niño bueno, se arrinconaba en una barrita de aquel apartamento de Santa Eduvigis a oír piezas clásicas transmitidas por la Radio Nacional de Venezuela, mientras fumaba, se apreciaba en su dedo anular una gran sortija de piedra negra y colgando de su cuello un medallón de plata con una piedra; bebía su cerveza, leía, charlaba o miraba hacia el Ávila, donde se divisaban siempre pequeñas cascadas de agua. Mientras tanto, su esposa Beatriz y sus hijos Icai y Thaís, el señor Martínez, Pepe Seyán habituales de aquella casa, hacían diligencias, entraban, salían, era un mosaico de gente afectuosa trayendo noticias algo muy difícil de ver ahora. En el pequeño espacio del comedor Ludovico tenía su pequeña máquina de escribir y numerosos cuadernos, libros en varios idiomas, en aquellos cuadernos con letra menuda, se apreciaba la hermosa y apretada grafía de Ludovico, la letra y el espíritu de un escritor mayor, allí estaban Hans Robert Curtius, Hugo Fredrerick, las obras de Mallarmé, Paul Valery, Edgar Allan Poe, Hölderlin, los poetas franceses y alemanes que tanto admiraba. Por allí también andaba por supuesto Carlitos Marx, en su idioma original y escritores españoles, latinoamericanos y venezolanos que eran amigos suyos, desde Jorge Guillén y Rafael Alberti hasta Miguel Otero Silva, Julio Cortázar o Salvador Garmendia. Ludovico nos asombraba mostrándonos sus cartas, las cartas de ellos a él, el pulso de las letras originales, allí solíamos charlar de grandes y pequeños acontecimientos de Caracas, desde lo que ocurría en Miraflores, hasta lo que acontecía en nuestra República del Este. En esa República del Este, tumbábamos gobiernos y los volvíamos a construir, mezclando el ideal de la literatura con el ideal del país, de la mano de muchas lecturas realizadas por Ludovico y de las frecuentes polémicas que sostenía por la prensa con otros colegas a través de la disensión, y sobre todo con aquella muy recordada con Juan Nuño y a través de la defensa de ideas socialistas y vanguardistas, las cuales había que salvaguardar de los embates de una derecha recalcitrante o de las directrices más delirantes del capitalismo moderno que ahora llamamos salvaje y que verdad ha sido bien salvaje.
Ludovico estaba preocupado por Venezuela, por la realidad social y política ineficaz, por todos los tropiezos y dificultades que había que salvar para realizar proyectos nobles, para implementar mecanismos y modelos económicos o sociales que pudieran sacarnos del atolladero. A menudo se atormentaba mucho con esto, ello explicaba y sigue explicando a mi entender parte de su temperamento reservado y reconcentrado, un hombre que sufría por su país. La imposibilidad de hacer algo práctico que pudiese ir en busca de una solución, me atrevo a decir que sufría por los demás, intensificaba su dolor personal con el dolor colectivo, lo cual le llevaba a experimentar la más terrible de las soledades, la soledad social.
Ludovico intentó siempre mantener en pie los postulados básicos del humanismo marxista, llevando a cabo una crítica permanente de los espejismos de la ideología, aclarando conceptos siempre en contra de las ortodoxias y de los simplismos, siempre atento a actualizar los contenidos del humanismo marxista y a la vez buscando en el humanismo clásico ideas que le ayudaran a sostenerlo, haciendo hincapié en un maridaje entre poesía y sociedad, llevando a cabo reflexiones estéticas que pudiesen fundirse en un núcleo societario más amplio, susceptible de ser puesto en práctica y disfrutado por un amplio espectro de ciudadanos, pues eran ciudadanos y no habitantes, seres sensibles y no funcionarios los que Ludovico deseaba, precisamente a través de su cátedra universitaria y de sus columnas periodísticas, de sus libros y de sus programas radiales, de su labor editorial desde la revista Papeles en el Ateneo de Caracas y luego desde la revista Lamigal, Ludovico intentó hacer confluir una preocupación integral de signo humanista, la de lograr un cambio significativo en el estamento económico que redundara en la vida social y a su vez que los valores éticos pudiesen ser asumidos a través del arte para ver así cumplido buena parte de su ideal humano.
Sus libros son copiosos, no me propondré comentarlos todos aquí, ya me he referido a algunos, apenas me referiré a los de mi preferencia. De su poesía siempre me gustaron “Piedras y campanas”, “La Soledad de Orfeo”; de sus tratados sobre marxismo, “El Hijo del Antimanual para uso de Marxistas, Marxólogos y Marcianos” que además de ser un libro profundo es un libro sumamente divertido, el humanismo clásico, el humanismo marxista y de sus ensayos prefiero “Contracultura” que también es un ensayo muy hermoso y muy profundo, “Belleza y revolución” que es una colección de sus ensayos que ya cité, y sobre todo “Filosofía de la ociosidad”. Este último, un libro abierto, una obra abierta como lo llama Humberto Eco, un mosaico donde se dan cita comentarios de todo tipo y como curiosidad intelectual me gusta ese estilo literario de Marx, aunque para apreciarlo bien habría que saber alemán, sin embargo, Humberto Eco nos dice aquí en la presentación que tenemos en nuestras manos hoy, que en 1971 apareció el pequeño libro de un autor venezolano Ludovico Silva, el estilo literario de Marx, publicado en Italia en al año 73 y traducido, valdría la pena reeditarlo, ahora le estamos haciendo caso a Humberto Eco, gracias a Dios. Y valdría la pena reeditarlo, refiriéndose a la historia de la formación literaria de Marx, Silva analizó toda la obra de Marx, curiosamente dedicó sólo pocas páginas al Manifiesto Comunista, quizás porque no es una obra estrictamente personal, bueno, el estilo literario de Marx.
Ludovico me confió al final de su vida dos obras suyas, “Clavimandora, ensayos diversos”, acaso su libro más extenso, y “Crucifixión del vino”, un libro de poemas, para ellos redacté sendos prólogos y los hice publicar en la Academia Nacional de la Historia y en Fundarte, respectivamente.
Un temperamento desprendido de todo afán material, la generosidad vital, una lucidez visionaria para pensar y sentir la literatura y el arte y una honestidad intelectual a toda prueba caracterizaron la existencia de Ludovico Silva. Pocas veces podía uno calibrar tanta entereza en un solo ser, me considero su discípulo, su hermano, su amigo y así lo invoco aquí hoy. Aprendí tanto de él como de sus libros, una lección de inteligencia y lucidez, de sensibilidad y poesía que me ha de seguir hasta el último momento de mi vida.
Reunirme aquí para evocar su memoria junto a sus amigos, sus lectores, su familia en este hermoso acto de esta noche, es un acto que también subleva para siempre mi corazón y mi espíritu, gracias. (Aplausos).
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Gabriel Jiménez Emán y Eddy Gómez Abreu, 2004